Laura Torrado

 

 

El erotismo es un campo de fuerzas eléctricas entre máscaras

Camille Paglia

 

 

Cuando la que mira es una mujer

 

Rosa Olivares

 

 

 

Cuando la que mira es una mujer nos empeñamos en hablar de todo un territorio social, cultural e incluso económico que justifique su forma de mirar. Cuando la que mira es una mujer intentamos entender esa mirada desde una posición marcada por toda una historia construida por el hombre. Evidentemente no comprendemos casi nada. El arte siempre ha sido un dominio de la masculinidad, igual que el poder. La fotografía ha sido igualmente algo que los hombres han desarrollado, una forma de asentar unas normas de relación con la mirada, una forma de entender y de mirar la realidad definida por la mirada masculina. De hecho en gran parte la idea que de la mujer tenemos hoy en día está dictada por unas reglas masculinas pues descansan en unas premisas que la mirada del hombre ha construido.  La historia de la cultura y por lo tanto la historia del arte es una construcción masculina, igual que la ciencia, la tecnología, y prácticamente cualquier otro desarrollo de la civilización. La mujer tiene su parte en esta historia prácticamente en función de la medida en que llegue a adoptar las características de lo masculino en su actividad, es decir tanto en cuanto adopte una actitud apolínea, acepte un orden establecido y las reglas establecidas. Olvidamos en esa evolución, olvidamos y queremos eliminar, la relación ancestral de la mujer y de la naturaleza, de la mujer como fuerza brutal, ajena a las reglas y a las previsiones. A la mujer como habitante de ese lugar oscuro de donde surge la creación, la vida, ese lugar que siempre el hombre ha temido por serle oculto e impenetrable.

 

El desarrollo de la civilización nos ha ido permitiendo compartir territorios cada vez mayores e, incluso, nos ha permitido la construcción de ciertas teorías paralelas, de historias marginales. Así, muchas hemos escrito sobre la diferencia de la fotografía cuando quien dispara, quien hace la fotografía, es un hombre o una mujer. Una diferencia no siempre tan clara, pues la mujer mira en muchas ocasiones con una mirada aprendida de la propia historia masculina de la fotografía. No obstante, es cierto que la plasmación del cuerpo de una mujer por un hombre o por una mujer es sustancialmente diferente, pues el uno mira con admiración, con deseo, a veces con odio, otras veces con rabia, siempre desde un punto externo, mientras la mujer mira desde el propio reflejo. Tal vez por eso a la mujer le interese menos la recomposición ideal del concepto de belleza, un concepto por cierto arquetípicamente masculino. Tan masculino como la creación de tendencias, ismos y formas de crear, como el simbolismo en el que la mujer ocupa un puesto central, pero en el que carece absolutamente de poder.

 

Todas estas observaciones surgen siempre inevitablemente cuando la que mira es una mujer.

 

Pero al margen de ocupar territorios masculinos, al margen de respetar esas líneas apolíneas que marcan el desarrollo de la civilización, la mujer va dejando libres los elementos que la componen. La mujer responde marcadamente a una tipología dionisíaca, en la que la fuerza de la Naturaleza se desborda, donde no hay reglas y donde la magia de lo arcano surge inevitablemente aunque a veces sea solamente en esporádicos flashes. Una de estas acotaciones características de la mujer es todo lo que tiene que ver con la figura de la Madre, y más aún del matriarcado, ese lugar inexistente en toda la historia de la civilización en el que es la mujer la que ejerce el poder en la sociedad. La figura de la madre es esencial para la interpretación de los sueños y es esencial también para la interpretación de ciertas etapas del arte, de ciertas obras y de ciertas inclinaciones creativas, tanto o más en la literatura como en la plástica. El Romanticismo es un claro ejemplo. Un mundo sin hombres, un lugar en el que las normas de conducta, las formas de expresión son diferentes, ajenas a lo masculino,  “La Gran Madre”, como define Paglia a esa dualidad mitad cazadora virgen mitad diosa de la fertilidad. Una mujer autónoma, madre y padre, hombre tanto en cuanto ejecuta el papel del hombre en una sociedad masculina y a la vez madre, mujer excluyente que una vez fertilizada – incluso por ella misma – ya no necesita del hombre, el hombre, intercambiable, sin definición, ya obsoleto. Estamos hablando, creo que queda claro, no sólo del mito de la Gran Madre, reina y diosa de los matriarcados solo existentes en algunos sueños feministas, sino de la mujer actual. Una mujer sola, madre y a la vez socialmente virgen, cazadora y mantenedora de los hijos pero a la vez construida sobre la naturaleza de un sexo arraigado en la tierra, en lo mágico de la creación. La mirada de esta mujer construye escenarios, historias y protagonistas obligatoriamente diferentes.

 

El mundo que construye la mirada de Laura Torrado es un lugar diferente y extraño. Poblado por mujeres y en el que reina sobre todas ellas, una mujer: Ella, La Mujer, la Diosa que oficia los sacrificios y los juegos. Porque en ese mundo que asoma fragmentariamente en las fotografías de Torrado asistimos voluptuosamente, a veces espectadores invitados a veces observadores ocultos, a todo un rito de reafirmación de la identidad de la mujer, a la tragedia de la libertad, al drama de la diferencia, posiblemente a la catástrofe triunfal y definitiva de la soledad. Es un lugar en el que no hay lugar para el hombre, se le usurpa un espacio imaginario que se presenta falso e incluso falsario en las imágenes de mujeres vestidas exageradamente con ropas masculinas. Es un lugar habitado por mujeres extrañamente unidas, entrelazadas como en un ritual de fertilidad que tiene lugar en esos espacios femeninos en los que se construye históricamente nuestra identidad: los dormitorios, la cocina, lugares para mujeres en los que hablamos, nos enseñamos el cuerpo comparando cicatrices y marcas, rasgos exentos de morbosidad ni seducción, carne que ya no es carne, que es nuestro cuerpo ajeno a la mirada de nadie más que de nosotras. Es también un lugar para el juego y para el disfraz, para la risa y el teatro. Y ahí Torrado entronca directamente con la zona más atávica de la esencia de la Naturaleza de la mujer, con todo lo mágico y brutal que existe en nuestras raíces, con todo eso que construido con dolor y con pasión conforma nuestra gran diferencia, algo que ella manifiesta a través de su cuerpo en movimiento, en los colores, en los fragmentos de un baile, de un ritual, de una ceremonia solitaria.

 

Cuando las mujeres se juntan suceden cosas extrañas. En esas fotografías donde un grupo de mujeres, ya sean jóvenes o de edades  superiores a los cuarenta o cincuenta años, se agrupan y entrelazan sus cuerpos como en un baile previo a la música y miran fijamente a la cámara, nos miran fijamente, desafiantes, turbadoramente, a los ojos del espectador casual, algo sucede. En ese momento podemos llegar a creer realmente en una sociedad de mujeres autónomas. Es un mundo de mujeres, pero mujeres alejadas de estereotipos sociales o masculinos. Son mujeres llenas de vida, de energía, de experiencia. Que llevan en sus arrugas, en la profundidad de sus miradas, la historia de sus vidas, de todos los desengaños, de todas las soledades entre las que la más absoluta es la soledad de ser mujer.  Son mujeres cuya belleza es otra, vestidas o semidesnudas, nunca buscando la seducción física, ejercen una atracción como la que sin duda ejercerían en la antigüedad las sacerdotisas de cualquier rito mortal. Son la vida y la muerte. Con su mirada dominan la escena, y la construcción giratoria de esas imágenes que nos envuelven como en un baile, al que somos añadidos sin poder evitarlo, es este uno de los más importantes y característicos logros de la fotografía de Laura Torrado.

 

La fotografía de laura Torrado crece en un territorio sin urbanizar, una zona semisalvaje limítrofe con la fotografía actual, canalizada por tendencias, delimitada por géneros, escuelas o mimetismos. Narraciones lineales, simbolismos metafóricos, realismos nihilistas o frialdad envolvente, nada tienen que ver con una obra que crece como una planta de interior, diferente y característica a la vez. Pero esa diferencia es el gran obstáculo para que un trabajo ya fuertemente sedimentado consiga un reconocimiento mayor, posiblemente esa diferencia consiste en que entronca directamente con lugares oscuros y por lo tanto peligrosos de nuestro inconsciente. Lugares donde la mujer reina como un ser salvaje e indomable, solitario y autónomo. Una mirada que construye un mundo diferente y a la vez reconocible, no nombrable tal vez con palabras pero cuya observación a todos nos lleva a lugares ya conocidos. En ese riesgo, con ese peligro, hay que acercarse a la construcción de la mirada de Laura Torrado. Porque, a veces, cuando una mujer es la que mira, el resultado puede parecerse a lo que una mujer es.